Pascua de Resurrección

Pascua de Resurrección

Roberto Jiménez Silva

Aúlla desesperada la vanidad sepultada en la cripta de su sombrío aposento; retiembla en su oscuridad la fosa; la extrañeza, el desconcierto y la confusión afloran en los recónditos huecos donde tiene su guarida y resopla la injusticia.
Su estrado ha sido aplastado con estruendo, y al colisionar dando fondo a la fosa que desde sus raíces se ha abierto, trono y estrado se han pulverizado, como se abre la roca, revienta y se fragmenta, al violento brío del océano.
Su dominio ha sido arrebatado, como los delicados pétalos de una flor que la tormenta hace volar, como la pieza del engranaje que la herrumbre inutiliza.
Su arcaico gobierno ha sido sepultado para siempre, como las desbordantes aguas de un rio se desvanecen en la extensión del mar que las devora; como se esfuma la visión de una centella, como la frágil señal de un S.O.S. que se disipa entre el ímpetu de los vientos y el ruido de las grandes aguas.


El imperio de las tinieblas ha reducido su poder. Se vinieron abajo sus endiosados planes, se extinguieron sus arrogantes caprichos como se extingue la ilusión en el ánimo del que sin hálito en los pulmones, sin fuerza en sus miembros, se ve superado y ahogado por la tumultuosa palabrería de una tempestuosa plebe, como se apura la luminosidad de una cerilla que acabó su fósforo, como se extingue nuestra existencia terrena en los principios de la inmortalidad.
Resucita victorioso el Redentor del mundo, y a su triunfo cantan ¡aleluya! los espíritus celestes, la humanidad aclama ¡resucitó!, y responde el demonio con su perversidad y asechanzas.
¡Adoremos y demos gloria al Bienhechor de los hombres! ¡Adoremos y demos gloria al nunca antes visto Triunfante sobre la muerte!
Cantarle un millar de canciones; cantárselas con los más inspirados requiebros de nuestros poetas. Componed en ellas todos los sonidos, congregad en ellas todos los instrumentos, y no olvidéis siquiera el sencillo tambor, ni la atractiva flauta, ni la tierna arpa, ni la seductora campana, ni la negra dulzaina, ni la irradiación del cítole, ni el timbre del laúd.
El agradecimiento humano, el embrujo de los sonidos de la tierra, todo sea retribución de nuestro reconocimiento, todo sea símbolo de nuestra fidelidad al que hizo alborear en todo el universo el auténtico y único rescate, la liberación de la Palabra de Dios. ¡Yo he vencido a la muerte!
¡Venturosa Palabra que restablece a toda la humanidad! ¡Deseada Palabra por la que tantos espíritus anhelaban! Yo me arrodillo ante ti, una y mil veces me inclino.
Tu visión es más bella que la visión de la luz en el cielo; tu autoridad es pacífica y suave como el dormitar de la niñez; tu Palabra es pura como la primera pulsación del espíritu de un recién nacido.
¡Bienaventurada Palabra! Mi boca proclamará alabanzas para glorificarte; mi alma se recrea en festejarte; y mis manos se juntan y se elevan hacia el cielo para reconocer a Dios tanta misericordia.
¿Cómo sabremos admirar tanta ternura? ¿Cómo podremos manifestarnos honradamente agradecidos a tanta gracia derramada? ¡Oh!…, Dios, mi Dios; nuestra elocuencia balbucea, porque no acierta con aquellas frases que colmen sus deseos, con aquellos párrafos que sean dignos de ti.
Como enunciado de nuestra fe acepta ¡Oh Padre! la incapacidad que tenemos de buscar honradamente las gracias de Tú Palabra, y que las inquietudes del espíritu sean variaciones de nuestro agradecimiento.
En efecto. Porque esa Palabra echa carne no es como la palabra que el materialismo pregona; no es como la palabra con que se divaga ante una indómita muchedumbre cuando se ve agitada por una delirante codicia de libertinaje y deshonestidad.
Esa Palabra echa carne no tolera entre los hombres la tiranía ni la simpleza; esa Palabra echa carne es el alba del progreso humano, porque transforma los corazones, concede los talentos, ayuda a confraternizar a las personas, y en las “iglesias particulares” conforma su paz, y crea el equilibrio en el ámbito humano.
Esa Palabra echa carne ordena unos mandamientos, pero unos mandamientos ligeros, por decir algo; suaves como las recreaciones del espíritu, y delicados como una relación íntima.
No es en la mente de un consagrado desde donde se proclama esa Palabra; no es la acalorada mentira del diablo quien nos la concede, no. Su principio es más insigne; está en el reino celestial.
Para afirmar su Reino sobre la tierra únicamente invoca a la paz, y para resistir las descorteses y repetidas agresiones que se le enfrentan, no cuenta sino con la obediencia evangélica y la perpetua ayuda del Padre.
¡Bienaventurada Palabra echa carne! Tu dictado franquearán los siglos, como el día va y viene, como las aguas de un rio riegan diversas regiones. No habrá época en que acabando, no se levante un templo en su loor.
¡Bienaventurada Palabra echa carne! Tú rodearás con guirnaldas de renovadas flores y de finos perfumes, la frente de sensibles personas, puras en su candor, e ideales como el mohín de un bebé. Tú pondrás sobre sus sienes coronas maravillosas, porque habrán poseído voluntad y espíritu para sobreponerse a las indirectas del Maligno.
A ti corresponderán sus laureles y su gloria millares de cristianos, porque ante las persecuciones, su espíritu habrá tomado aliento, y en el sacrificio se habrá fortalecido su valor.
Florecerás como fértil raíz de operaciones épicas; existirás como causa de inclinaciones grandiosas y sanas; habrás de ser dama oportuna del que aguarda en el Señor.
En ti se deleitarán los bienaventurados; los desconsolados te aclamarán como su alivio; y los que no sepan de la desgracia, pensarán en ti como el atleta sueña con su corona, como el artista anhela el esplendor de su obra.
La cultura, las ciencias y las artes serán armonizadas gracias a tus iluminaciones, y se dedicarán estatuas que resplandecerán en la historia de la humanidad como inmortales destellos de irradiación creativa.
¡Bienaventurada Palabra que nos sacó del abismo a tan alto precio; cuando nuestro hacedor, Cristo Jesús, sufrió y murió por nosotros para librarnos y salvarnos; y cuando resucitando triunfó de la muerte y del pecado! Una vez más me arrodillo ante ti con el más suave y delicado sentimiento de un alma agradecida. Asimismo te adoran todas las criaturas de generación en generación
Crucen hoy todas las almas el umbral de la felicidad, ábranse de par en par los corazones a apacibles recreaciones del espíritu, entréguense a sus trinos todos los pájaros, e imagina su gorjeo en exhibiciones armónicas como fastuoso alarde de su canto.
¡Gloria a la Palabra echa carne! ¡Gloria al que se alza de la fosa!, regio como el sol en medio del cielo, triunfador de la muerte y del imperio de las tinieblas.
Allá en lo alto, posee un estrado radiante como piedras preciosas, porque alrededor de él se manifiesta la gloria y la majestad de Dios. El prado que le rodea es el campo en que Dios apacienta a sus ovejas; su puerta estrecha es la descomunal cúpula bajo la cual mora el Eterno; y su pedestal es el colosal arco bajo el cual protege a toda la humanidad.
¡Santo, santo, santo, Cristo Redentor, por tanta gloria! Escuchad desde ella nuestras oraciones, y aunque brotados de nuestros impuros labios los loores que en vuestro honor entonamos, permitid que encuentren siquiera eco entre las armonías con que los coros celestiales, los ángeles y los arcángeles os glorifican, exaltando y honrando por los siglos de los siglos, vuestra sacrosanta resurrección.

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