Declaración del Obispo de Stagno en Dalmacia, ex-superior de Tierra Santa, acerca de la restauración del Santísimo Sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo

Declaración del Obispo de Stagno en Dalmacia, ex-superior de Tierra Santa, acerca de la restauración del Santísimo Sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo.

Roberto Jiménez Silva

Muy de vez en cuando, uno encuentra “perlas” como esta de 1555.
Fray Bonifacio Stéfano, por la gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica, Obispo de Stagno de Ragusa. A todos los que las presentes vieren, salud en el Señor sempiterno.
El año 1555 de nuestra Redención, hallándose en muy mal estado y casi medio caída la celebérrima fábrica que encierra el Sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo en la tierra construida por Santa Elena madre de Constantino el Grande, con grave perjuicio de la piedad cristiana, el Papa Julio III, de feliz memoria, al cual movieron con sus peticiones el invictísimo Carlos V, emperador de los romanos, de nombre y fama eterna, y su ínclito hijo Felipe, Siervo de Dios, doliéndose de la inminente ruina, instantemente nos mandó, hallándonos entonces por autoridad Apostólica Prefecto del Convento de San Francisco de la Observancia en Jerusalén, que cuidásemos de componer y restaurar cuanto antes el sagrado lugar que andana en ruinas; lo que también nos encargaba con igual instancia el Ilmo. Sr. Francisco Vargas, su representante cerca de la República de Venecia, para que se efectuase, siendo ya asignada la gran suma de dinero a nombre del Emperador para la construcción de aquella obra. Por lo que, mediante el permiso de Soliman, Rey de los Turcos Otomanos, el cual obtuvimos con grandes y muy difíciles viajes, graves trabajos y crecidos gastos, emprendimos con actividad la deseada obra.


Viendo, pues, que para que la nueva fábrica fuese más sólida y duradera era necesario derribar la antigua, destruyendo esta, vimos con nuestros propios ojos el mismo Sepulcro de Jesucristo excavado en la piedra, en el cual se veían dos Ángeles pintados, puestos sobre él, uno de los cuales decía con un escrito en la mano: “Surrexit, non est hic.” El otro, señalando al Sepulcro con el dedo, decía: “Ecce locus ubi possuerunt eum;” cuyas imágenes se disolvieron en gran parte luego que sintieron el aire. Y habiendo tenido que remover por necesidad una de las láminas de alabastro que cubrían el Sepulcro, las cuales había colocado Santa Elena para que allí se celebrase el Santo Sacrificio de la Misa, vimos aquél lugar inefable en el cual reposó tres días el Hijo del hombre; de manera que a Nos y a los que estaban presentes pareció ver los cielos abiertos. Era este lugar reluciente por todas partes con la Sangre Sacratísima de Nuestro señor Jesucristo, mezclada con aquél ungüento, con el cual había sido ungido para la sepultura, a manera de los rayos del sol; al cual inclinados lo miramos y besamos con piadosos gemidos y lágrimas, y con una cierta alegría espiritual; estando los compañeros presentes con una increíble devoción por el tesoro celestial, y también muchos cristianos de las naciones orientales y occidentales, unos derramando copiosas lágrimas, otros desmayados, y todos como estáticos.
En medio del lugar sacrosanto hallamos colocado un leño envuelto con un Sudario precioso, al cual tomándolo reverentemente con la mano lo besamos; y luego que fue expuesto al aire, se aniquiló el Sudario, quedando solamente en nuestras manos algunos hilos de oro. Había en aquél precioso leño sobrepuestas algunas inscripciones; pero tan borradas por el tiempo, y tan antiguas, que no se podía sacar de ellas ninguna cláusula entera, aunque en el extremo de una membrana se leían estas palabras en letras mayúsculas: “Helena Magni.” De consiguiente, aunque no podamos afirmar con certeza lo que fuese aquél leño, con todo, no es difícil conjeturar que es un trozo del mismo sacratísimo leño de la Cruz, que según la Historia Eclesiástica, fue hallado y puesto allí por la religiosísima Santa Elena. De este leño dejamos una Cruz en Jerusalén en la iglesia de Santa María de la Aparición, cerca del sepulcro de Jesucristo, sobre el altar dedicado a la Santa Cruz. Otra parte llevamos a Roma con nosotros, la cual dividimos en otras partecitas, formando con ellas algunas cruces, de las cuales ofrecimos una al Sumo Pontífice Pío IV, que entonces gobernada la Iglesia. Dimos dos a los Reverendísimos Cardenales de Carpo y de Araceli, hombres insignes en piedad cristiana; y reservamos una cruz pequeña para nosotros, de la cual solemos usar para celebrar la Santa Misa. Con el favor de esta Santa Cruz experimentamos un milagro muy singular obrado por el Señor, el cual vamos a referir aquí en pocas palabras. Una vez, habiendo emprendido un largo y difícil viaje, al llegar de noche en un cierto lugar muy peligroso, que está al extremo de la Cilicia, llamado (Bachras), encontramos un pantano profundo lleno de lodo, en el cual unos mahometanos que se nos habían asociado, acababan de padecer grandísimo peligro en su vida y en la de sus caballos.
Debiendo yo entrar después de ellos en dicho pantano, estaba muy desmayado, considerando el manifiesto peligro que habían corrido; y encomendándome humildemente a Dios y a la Beatísima Madre Virgen María, tomé dicha Cruz, y con ella me persigné primero, y después di con ella la bendición a todos los demás que estaban conmigo, seculares y regulares; e inmediatamente, cosa admirable, aquella oscuridad de la noche se convirtió en un gran resplandor de luz, con suma alegría de todos nosotros, y no menor admiración de los infieles que se hallaban presentes. Por lo que, tanto nosotros como los que nos seguían, cristianos e infieles, pudimos atravesar fácilmente el peligroso pantano con el resplandor de aquella santísima luz, cuyo acontecimiento resolvimos hacer manifiesto para gloria de Dios Señor Nuestro y consuelo de todos los fieles. Y para mayor fe de ello lo firmamos y mandamos sellar con el mayor de nuestro oficio.
Dado en Stagno en nuestro Palacio el día 13 de mayo de 1570.
Fr. Bonifacio, Obispo de Stagno.

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