Breve historia de la cruz de Cristo Redentor

Breve historia de la cruz de Cristo Redentor

Roberto Jiménez Silva

La cruz fue durante varias épocas el más infame suplicio de cuántos se conocían. El mundo egipcio, o persas y helenos, como asimismo el mundo judío, lo habían acogido desde la más remota antigüedad; por su parte, el mundo romano igualmente lo usó, aunque en honor a la verdad en contadas ocasiones; y los asiáticos, principalmente chinos, hasta hace relativamente poco tiempo aún lo mantenían en vigor. Nombres como el famoso historiador romano Tito Livio; el político, filósofo y escritor romano Cicerón; el jurista de origen fenicio Domicio Ulpiano; el poeta y retórico latino Décimo Magno Ausonio; y Apuleyo el escritor romano más importante del siglo II, por citar sólo unos pocos, llamaban a la cruz: árbol, o el más infame tronco, así como supremo suplicio, también exceso de degradación, o lo calificaban de castigo cruel y temido.
Cristo Redentor se rebajó a sufrir por nosotros, para demostrarnos su amor infinito, esa espantosa tortura, y en tiempos de Poncio Pilato se consumó el glorioso e inmenso sacrificio de la redención del mundo. La cruz desde ese momento fue para el mundo cristiano un símbolo de amor, una bandera siempre henchida, un escudo contra el mal, el árbol de la vida; y la veneración hacia ella fue tomando tal auge, que en ocasiones bastó simplemente levantarla ante el pueblo, sobre todo en el tiempo de las grandes persecuciones, para que de entre la multitud, y gracias a su imponente atractivo, testimoniasen su fe aquellos mártires que soportaron cualquier suplicio como si sus cuerpos fueran de acero. La forma de la cruz, y aun en su materia, estaba representada en el Antiguo Testamento por la serpiente de bronce, (Nm. 21, 4-9): Partieron de Hor de la Montaña, camino del mar de Suf, rodeando la tierra de Edom. El pueblo se impacientó por el camino. Y habló el pueblo contra Dios y contra Moisés: << ¿Por qué nos habéis subido de Egipto para morir en el desierto? Pues no tenemos ni pan ni agua, y estamos cansados de ese manjar miserable. >> Envió entonces Yahvé contra el pueblo serpientes abrasadoras, que mordían al pueblo; y murió mucha gente de Israel. El pueblo fue a decirle a Moisés: << Hemos pecado por haber hablado contra Yahvé y contra ti. Intercede ante Yahvé para que aparte de nosotros las serpientes. >> Moisés intercedió por el pueblo. Y dijo Yahvé a Moisés: << Hazte un Abrasador y ponlo sobre un mástil. Todo el que haya sido mordido y lo mire, vivirá. >> Hizo Moisés una serpiente de bronce y la puso en un mástil. Y si una serpiente mordía a un hombre y éste miraba la serpiente de bronce, quedaba con vida. Así, la serpiente de bronce se convierte en el símbolo de Cristo Redentor levantado en la cruz, (Jn. 3, 14-15) : Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna.
En un principio se llamaba cruz a un único y grueso leño fijado en la tierra y sobre el cual ataban o clavaban a los malhechores más depravados por sus crímenes, y que acababan mereciendo esta mortífera condena. Con el paso del tiempo se alteró la forma, componiéndose ya de dos partes; denominándose Crux decussata la que por disposición de sus dos aspas inclinadas en sentido opuesto, asimila a una X romana. Este fue el perfil de la cruz que se utilizó para el martirio del apóstol San Andrés, conocida desde aquel tiempo con este nombre.
Crux Commissa era la que se asemejaba a una T, y según algunos investigadores, son de la opinión de que la del mal ladrón era así; en último lugar, se daba la denominación de inmissa a la que por su forma se podría comparar perfectamente con una espada, y esta forma es la que venera la Iglesia como la que sustentó el desgarrado Cuerpo de nuestro Cristo Redentor. La pieza que se incrustaba en la tierra era mucho más larga que la transversal, y la de Nuestro Redentor medía -según últimas estimaciones- unos 4.57m, y 2.44m el madero que la cruzaba. En ocasiones, debajo de los pies del ajusticiado se instalaba un pequeño taco de madera para que, aguantándole, imposibilitase que el cuerpo se desgarrase por su propio peso. La cruz del Redentor de igual forma lo tenía, y el título que pusieron sobre su cabeza era, no de pergamino, como apócrifamente se incorpora en una película reciente, sino de madera, que en medida romana vendría a ser de unos 3 Palmus de largo y medio de ancho.
Exactamente se fueron consumando todas las profecías que habían advertido muchos siglos antes los “signos de los tiempos” que identificarían el advenimiento del Redentor del mundo, así como lo que ocurriría en un tiempo señalado después de su muerte, corroborando más y más la divinidad del Crucificado.
El segundo emperador de la dinastía Flavia, Tito Flavio Sabino Vespasiano, comúnmente conocido con el nombre de Tito, en el año 70, sitió y arrasó Jerusalén cuyo templo fue saqueado y destruido por sus tropas. Algunos historiadores argumentan que, durante los días que duró el asedio, fueron más de “quinientos” los judíos que, desesperados y hambrientos, y queriendo escapar, fueron crucificados delante de las murallas. Los que sobrevivieron al hambre, a la peste, y a las demás calamidades de la guerra, fueron traídos a Italia como esclavos, -y siguen los historiadores narrando que- “más de diez mil acompañaron a Tito, uncidos al carro del vencedor, cuando éste se dirigió al Capitolio.” Jerusalén al paso del tiempo, fue destruida en más ocasiones, hasta el punto de que casi no quedó “piedra sobre piedra.”
El Emperador Constantino el Grande, que sabía de la apasionante historia de tantos mártires cristianos, se convirtió a la fe, y antes de entablar batalla contra Majencio cerca del puente Milvio al norte de la ciudad de Roma, -quien por cierto cruzando el Tíber en retirada se ahogó,- quiere la tradición cristiana que viese en el cielo el signo de nuestra redención con estas palabras: In hoc signo vinces. Su victoria fue completa. Tratando de corresponder a tan manifiesta protección del cielo, mandó arrancar de los lábaros o estandartes que usaban los emperadores romanos la mano de hierro que extendida juraba y pedía a los falsos dioses venganza, para reemplazarla por el Crismón o Monograma de Cristo. Con rigurosas penas, Constantino prohibió taxativamente que la cruz volviese a ser utilizada como patíbulo en los dominios que componían el vasto imperio romano.
Maldecido por Dios era para los judíos el que moría en una cruz; y tanto espanto les producía esta condena, que en cuanto exhalaba el último suspiro el reo, se sepultaban en hondísimas zanjas que se habían abierto de antemano, todos los materiales del tormento en la cruz, cubriéndolos en seguida con tierra y rocas para que ni rastro quedasen del sitio donde estaban. Esto mismo ocurrió con la cruz de Cristo Redentor. Y como se difundieran con asombrosa insistencia las peregrinaciones que los cristianos hacían a Jerusalén, el Emperador nacido en España, Publio Elio Adriano, ordenó edificar sobre el Calvario, un templo dedicado a Venus; sobre el lugar donde resucitó el Señor, uno a Júpiter; y en Belén, donde nació el Redentor del mundo, uno a Adonis. De esta manera, el segundo emperador romano de origen hispano, ya en el siglo I, nos dejaba señalados con monumentos célebres, aunque idólatras, aquellos santos lugares consagrados por la presencia o por la sangre de Cristo Redentor.
La Emperatriz Elena, madre de Constantino, convertida como él al cristianismo, fue en peregrinación a Jerusalén, y ante los templos levantados a los falsos dioses, mandó destruirlos. Por aquél entonces, en Roma, no era preciso ocultar ya el símbolo de la cruz en las oscuras catacumbas, sino que se manifestaba sobre la corona imperial y sobre el pecho de los más esforzados caballeros. Pero tuvo la Emperatriz una revelación, y ordenando hacer profundas excavaciones en el Calvario, se halló a poca distancia del sepulcro donde fue sepultado el Señor, tres cruces que no eran iguales, así como otros instrumentos de la Pasión. Se sabe que muchos de los verdugos de Nuestro Señor, apenas éste espiró, se convirtieron; y con gran cuidado sin duda, aunque sin faltar a la ley, enterraron la cruz y demás gloriosas reliquias que ya ellos debían venerar en aquél momento tan sublime.
Según describe el religioso romano San Paulino al aristócrata de Aquitania San Sulpicio Severo, San Macario I, por entonces primer arzobispo griego de Jerusalén, y que seguía de cerca las excavaciones junto a la Emperatriz Santa Elena, mientras inquietos presenciaban e impulsaban los trabajos, y apenas descubiertas las tres cruces, hizo que se situase sobre ellas un cadáver que resucitó apenas tocó la verdadera y sacrosanta Cruz de Cristo Redentor. La Emperatriz, ordenó erigir sobre aquél mismo lugar un grandioso templo, dejando en él la parte más larga de la verdadera cruz, cerrada en un relicario de plata. El madero trasversal, como también los clavos y otras reliquias, entre ellas la escala del Pretorio de Pilatos, fue llevado a Roma, que las albergó con un entusiasmo inenarrable; y para que estas reliquias recibiesen el culto debido, Constantino mandó construir la Basílica de la Santa Cruz de Jerusalén, en donde aún se pueden contemplar y venerar, tres fragmentos de la cruz, un clavo, dos espinas de la corona del Redentor, y el travesaño de la cruz de S. Dimas el Buen ladrón.
Los judíos, en vano intentaron de muchas formas, y con una gran tenacidad –todo sea dicho-, rehabilitar a Jerusalén su gran esplendor; el mundo romano, en vano intentaron reedificar el templo para dedicarlo después a una divinidad cualquiera de las cien mil que llenaban su pretendido Olimpo. Jerusalén, la Ciudad Santa, estaba irremisiblemente condenada a no levantarse de sus cenizas.
El Emperador sasánida, Cosroes II, también asedió, incendió y saqueó Jerusalén, llevándose como trofeo el leño santo de la cruz, y confiando la custodia de éste gran tesoro a la ciudad de Ctesifonte, situada a orillas del Tigris. A causa de los grandes y numerosos prodigios que la Vera Cruz obraba, fue tenida en suma veneración.
Años más tarde, el Emperador Bizantino Heraclio, logró expulsar a los persas de Asia Menor, derrotando en la batalla de Nínive a Cosroes II, quien sería asesinado poco después. Al hijo de Cosroes II, Siroes, le fue exigido como primera condición para acceder a la paz entre los dos imperios, que la cruz le fuese entregada en el mismo estado en que fue sacada de Jerusalén. El Patriarca de la Ciudad Santa, Zacarías de Jerusalén, que pasó la mayor parte de su patriarcado como prisionero, cuando recuperó la libertad, la llevó a Constantinopla. Un año después (629) el Emperador Constantino la colocó con sus propias manos en la Basílica construida sobre el Calvario, llevándola él en persona, vestido con un áspero sayal y los pies descalzos. La Iglesia solemniza este acontecimiento con la fiesta de la Exaltación de la Cruz, que celebramos el día en que ocurrieron estos últimos acontecimientos, el 14 de septiembre.
Heraclio pretendió imponer caprichosas leyes a la Iglesia, vencido por el orgullo y engañado por la herejía monotelita del siglo VII, que fue condenada en el III Concilio de Constantinopla porque “admitía en Cristo dos naturalezas: humana y divina, pero una única voluntad”. El mundo musulmán le arrebató el poder en Egipto y Palestina; pero él había tenido la precaución de llevar la Santa Vera Cruz a Constantinopla.
Los cruzados, impulsados por su fe, reconquistaron los Santos Lugares en 1099; pero cuando su fervor decayó, cuando su piedad se relajó, el Sultán de Egipto, Saladino, arrojó a los cruzados.
En una última cuestión, aún se duda si la cruz se componía de dos clases de maderas. Del gran fragmento que se custodiaba en la Basílica de la Santa Cruz de Jerusalén en Roma, diferentes Pontífices a lo largo de la historia, enviaron a soberanos, príncipes, ciudades y catedrales varias reliquias. Urbano VIII, Papa entre 1623-1644 proveyó a la Basílica Vaticana el trozo que se conserva en un magnífico relicario y se enseña a los fieles juntamente con la Santa Faz y la lanza de Longinos. El religioso Camaldulense, el Papa Gregorio XVI, en 1840, regaló al capítulo de dicha Patriarcal otro pedazo que se expone con más frecuencia sobre el altar de la Confesión. Muchos Cardenales españoles han sido titulares y protectores de la Basílica de la Santa Cruz de Jerusalén.

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