Seis razones para meditar en la Pasión del Señor (15)

Seis razones para meditar en la Pasión del Señor

Por  Roberto Jimenez Silva

Existen al menos seis razones que deben impulsarnos a meditar la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo:
1. En primer lugar debemos meditar la Pasión de Nuestro Salvador, para imitarle; pues en esto reside el mayor y más sublime seguimiento de todo Caballero Penitente de Cristo Redentor; en esto consiste la suma y perfecta piedad y perfección religiosa de todos sus miembros; en esto se basa la regla y ejemplar vida de perfección y virtudes de este Capítulo. Sea, por tanto, la Pasión del Señor, la norma de nuestra vida como Caballeros Penitentes, y constituya nuestro mayor consuelo gozarnos en imitar a Cristo Redentor, y sea nuestra mayor tristeza el vernos separados de esta norma ejemplar y divina.


“No me arrojes lejos de tu rostro, no me quites su Santo Espíritu”.
Hermanos, hagamos cuanto esté de nuestra parte para comprender que le imitamos, cuando aceptamos por amor a Cristo Redentor el vernos humillados, hundidos, insultados, ofendidos, vapuleados, hostigados, arrinconados del mundo. Vivamos con Él y en Él despojados de todo; no ambicionemos absolutamente nada a no ser los “carismas mejores”, antes bien, recemos por los que quieren “tener” y “poseer” alguna cosa, y estemos alegres como Job, incluso, cuando nos veamos privados de todo. No busquemos el halago dulce y deleitoso de los que nos rodean, la imitación de Cristo pasa por aceptar más bien los amargos y desabridos; no busquemos en quienes nos juzgan la adulación agradable como la miel, imitar a Cristo consiste en afrontar ser encontrados reos de muerte, pues también Cristo cuando tuvo sed, se le dio a beber hiel y vinagre en la cruz. Y para decirlo en pocas palabras, meditemos cuánto sufrió por nosotros y de qué modo llevó los tormentos y afrentas que padeció, para procurar imitarle según lo permitan nuestras fuerzas.
(Libro recomendable: La imitación de Cristo. Tomás de Kempis. Editorial: San Pablo.)

2. En segundo lugar, hemos de meditar la Pasión del Señor para tener compasión de Él. Porque debemos profundizar, contemplando la imagen de Cristo Redentor con amor caritativo y reflexionar interiormente desde nuestros corazones compasivos, los azotes que recibió, las burlas que escuchó, las infamias que padeció; comprender qué consternado y maltratado estuvo Nuestro Señor Jesucristo y cuántos dolores y aflicciones sufrió en su cuerpo y en su alma por compadecerse de nuestros pecados. Meditemos cuánto padeció entonces, Él que era el “Amor de los Amores”, y cuanto sufrimiento le causaban, no sólo sus penalidades y nuestra conducta ingrata, sino la angustia de su amantísima Madre que estaba allí presente, a quien tanto amaba y a quien veía sufrir por la fuerza del dolor. Allí el Hijo era crucificado juntamente con la Madre, y por el grandísimo amor que se tenían uno a otro, se agrandaba en gran manera la aflicción en ambos. Sabía la Madre que el Hijo padecía por ella lo mismo que por los otros, y el Hijo sabía con toda certidumbre que la cruel lanza en Él clavada atravesaba también el corazón de la Madre, y así la Pasión del Hijo vino a ser además la Pasión de la Madre.
“Mira en la culpa nací, pecador me concibió mi madre”
Hermanos, meditemos todas estas cosas en nuestros corazones, y llenémoslos por entero de aquellas injurias y de aquellas penas, al ver que el Señor y su Madre padecen tales cosas porque nos aman. Si el Amor nos tuviese íntimamente unido a Él, sin duda tendríamos compasión de Él. Pero si no sentimos su dolor, ¿cómo podemos decir que estamos unidos a Él? Si Él es la cabeza y nosotros los miembros, deberíamos de compadecernos más de Jesús que de cualquiera de nuestros hijos, amigos o familiares, y aún más que de nosotros mismos si padeciésemos aquellos tormentos.
“Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces”
Así, pues, Caballeros Penitentes de Cristo Redentor, bebamos de su amargura, pena y aflicción; sintamos las heridas de Jesús; sean traspasados íntimamente nuestros corazones por las afrentas, azotes y llagas que el Señor padeció; y pidámosle que no quede en nosotros parte alguna de nuestro ser que no experimente un intensísimo dolor de compasión hacia Él.
(Libro recomendable: Compasión. Reflexiones sobre la vida cristiana. Donald P. Mcneill // Douglas A. Morrison // Henri J.M. Nouwen. Editorial: Sal Terrae.)

3. Debemos meditar la Pasión del Señor en tercer lugar, para admirar su amor. Porque si pensásemos atentamente quién padeció, qué cosas padeció, y por quién las padeció, mucho tendríamos de qué admirarnos.

¿Quién es el que padeció? Es el verdadero Hijo de Dios, infinitamente bueno, clemente, compasivo y todopoderoso; cuanto pudiéramos decir con palabras humanas de sublime de Él, siempre sería mucho menos de lo que merece su grandeza. Todas las cosas, aún las mejores y de mayor valor si se comparan con Él, no son nada, o más bien una pura vanagloria o una falsa ilusión.

¿Qué cosas padeció? El ostracismo, la sed, el hambre, el calor, el frío, las tentaciones, los desprecios, las persecuciones, los insultos, los salivazos, los escarnios, la prisión, los azotes, las risotadas, heridas crueles y llagas sangrientas. Porque, en verdad, fue agraviada la gloria, reprobada la justicia, arrastrado a los tribunales el Juez, acusado el que carecía de culpa, ultrajado el inocente, condenado el mismo Dios, despreciado Cristo, muerto el que es la vida, oscurecido el sol, ennegrecida la blanca luna, dispersos los astros del cielo. Y todo esto lo padeció con paciencia, “cual manso cordero llevado al matadero”, Él que con sólo un acto de su voluntad podía sepultar a todas las criaturas en los profundos abismos.

¿Por quiénes padeció? Por nosotros: sus más desagradecidos hijos, sus más perversos enemigos… Más todavía…, por los malignos, por los irreligiosos, por los ingratos a la bondad del Señor. ¡Por toda la humanidad, sus viles criaturas, padeció Cristo Redentor tantos y tan inhumanos tormentos!

Y por último: ¿De quiénes padeció? De aquellos que habían sido especialmente amados, escogidos con preferencia a otros muchos y a quienes manifestó de un modo especial toda su infinita bondad; Él que es grande y misericordioso padeció de los que son viles e inhumanos; Él que es infinitamente sabio como virtud y sabiduría de Dios padeció de los necios; Él que es el esplendor de la gloria eterna padeció por el barro de la tierra.

(Libro recomendable: Tratado del amor de Dios. San Francisco de Sales. Editorial: Lumen Humanitas.)

4. Consideremos en cuarto lugar la Pasión del Señor, para alegrarnos de sus efectos. Tres son los principales motivos que deben inspirarnos esta alegría: la redención humana, la restauración angélica y la clemencia divina.

Ante todo debemos alegrarnos de la redención humana, que ha sido obra de la Pasión y Muerte de Cristo. Preguntémonos, ¿quién no dejará de alegrarse y alborozarse cuando se ve así mismo y por la Pasión de Jesús, libre de la condenación eterna, de la vergüenza de la culpa y de la potestad del demonio? ¿Quién no se contentará en gran manera, al ver que Dios nos amó hasta el extremo de querer asumir por ti y por mí tantos desprecios y penalidades? No quiero decir con esto que nos debamos complacer en los sufrimientos y humillaciones del Hijo de Dios hecho hombre, sino en el afecto y amor que en ellos nos manifiesta. ¿Qué vasallo no se alegraría y alborozaría viendo que su Rey y señor le amaba tanto que estaba dispuesto a sacrificar su vida por él? Pues mucho más, pues, debemos alegrarnos y regocijarnos nosotros, viles criaturas, infames pecadores e inútiles siervos, al ver que el “Rey de Reyes”, el “Señor de los Señores”, Jesús nuestro Creador, nos ha amado hasta el punto de inmolarse a Sí mismo por nosotros con la muerte más cruel y vejatoria. Y debíamos alegrarnos inmensamente, porque es mayor sin comparación alguna el amor que Él nos tiene, que el que nos podamos tener a nosotros mismos.

Alegrémonos también y contentémonos al ver que por la Pasión del Señor ha sido restaurada la naturaleza angélica. Esto nos debe hacer que sintamos un gran gozo al ver que por la muerte de Cristo la humanidad es llamada a reparar las jerarquías celestiales, para que de los Ángeles y nosotros resulte una sola grey, con un sólo Pastor. Y este es un motivo de alegría lo mismo para la Corte Celeste que para la Iglesia Militante.
¡Pasión ciertamente amorosa, saludable y venerable, que aúnas de tal modo cosas tan distanciadas, acercas extremos tan separados, ciñéndolos firmemente con el vínculo de un amor consumado y con el gozo de una felicidad perpetua!

“Devuélveme la alegría de tu salvación…,”

Pero, sobre todo, debemos alegrarnos y alborozarnos al ver cuánto resplandece en la Pasión la clemencia divina. La mayor gloria, lo mismo para los hombres que para los Ángeles, consiste en contemplar piadosamente la misericordia y magnanimidad de Dios, su inigualable bondad; y esto mismo, debe constituir el mayor gozo para toda alma contemplativa. Porque, ¿en dónde se revela con más claridad la difusión de la compasión y clemencia divina que en la Pasión del Señor, en la cual aceptó sufrir tantos y tan horribles suplicios, sólo con el fin de libertar y elevar a toda la humanidad, merecedora por el pecado de la muerte eterna?

“Oh Dios, crea en mí un corazón puro….”

Hermanos, procuremos entrar en éste gozo y allí seremos saciados con la excelsitud de la bondad divina; acerquémonos al sagrado corazón de Jesús y sentiremos el nuestro lleno de alegría, con la incomprensible misericordia que manifiesta Cristo Redentor en su Pasión.

(Lectura recomendable: Suma Teológica -Parte III- Cuestión 49. “Sobre los efectos de la Pasión de Cristo.” Sto. Tomás de Aquino.)

5. Meditemos también la Pasión del Señor para que nuestros corazones se transformen por completo en Él. Esto ocurre cuando el Caballero Penitente no sólo procura imitarle, compadecerse, admirarse y alegrarse, sino que además procura llegar a convertirse totalmente en el mismo Señor crucificado, “ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí”, de manera que la visión e imagen del Crucificado se nos muestre siempre y en todas partes. Entonces es, cuando llegamos a transformarnos enteramente en Cristo; cuando olvidándonos de nosotros mismos nos convertimos totalmente en nuestro Señor paciente, de manera que ya nada veamos, ni sintamos dentro de nosotros mismos si no es a Cristo crucificado, escarnecido, insultado y herido por nuestro amor.

“Los sacrificios no te satisfacen, si te ofreciera un holocausto no lo querrías; mi sacrificio es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias”.

(Libro recomendable: Nuestra transformación en Cristo. Sobre la actitud fundamental del Cristianismo. Dietrich von Hildebrand. Editorial: Encuentro.)

6. Por último, debemos meditar la Pasión del Señor para hallar en ella el sereno descanso de un profundo consuelo. Esto se constata cuando, transformado nuestro “hombre viejo” en Cristo, procuramos meditar incesantemente la Pasión del Señor y penetrando cuanto nos sea posible en los tesoros que ella encierra, nuestro corazón se derrite cual blanda cera a impulsos del Amor de Dios; mediante una devoción fervorosa y una ardiente caridad, nos sentimos desfallecer encontrando descanso sólo en Cristo Redentor; y esto, cuanto más nos acercamos a Él, dejándonos inundar de su tierno Amor, y más íntimamente nos unimos a aquél que murió por nosotros y en quien encontramos el más dulce descanso. Así se acrecientan mutuamente la unión que produce el amor y la devoción fervorosa, hasta que el alma, como la Esposa del Cantar de los Cantares, se sienta inflamada toda en el amor de la Pasión de su Amado. Llegada esta unión es cuando descansa serenamente en los brazos del Esposo, que exclama y dice: Yo os conjuro, hijas de Jerusalén, no despertéis, no desveléis al amor, hasta que le plazca. (Ct. 8,4)

Así pues, Caballeros Penitentes de Cristo Redentor, en la meditación de la Pasión del Señor deben darse:
• La imitación para conseguir la caridad y la purificación de nuestro espíritu.
• La compasión para alcanzar su amor y nuestra unión con Él.
• La admiración para que nuestro ser se eleve sobre todas las cosas perecederas del mundo.
• El gozo y la alegría para que nuestro corazón se dilate al ver lo mucho que el Señor ha padecido amorosamente por nosotros.
• La generosidad de transformarnos en Él.
• El sereno descanso y profundo consuelo para propagar entre los que nos rodean, más y más, la ferviente devoción al Amado, a Cristo Redentor, que tanto padeció por nuestro amor.
“Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso, enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a ti”.
(Libro recomendable: Consolación Divina. Thomas Watson. Editorial: Peregrino.)

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