Recuerdos ante el Calvario y el Sepulcro (12)

Recuerdos ante el Calvario y el Sepulcro (12)

Roberto Jiménez Silva

La luz del mediodía había velado sus radiaciones a la tierra por espacio de tres horas, hasta las tres de la tarde. Desde la hora sexta hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona (Mt. 27, 45) tornando a emerger de repente con toda su fuerza luminosa, para comunicar a toda la creación que aún permanecía trastornada y desconcertada, la consumación del Sacrificio de Cristo Redentor. La tierra se había visto sacudida con un terremoto aterrador, que había abierto las sepulturas y devuelto sus cuerpos. En esto, el velo del Santuario se rasgó en dos, de arriba abajo; tembló la tierra y las rocas se hendieron. Se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos difuntos resucitaron.  
Y, saliendo de los sepulcros después de la resurrección de él, entraron en la Ciudad Santa y se aparecieron a muchos. (Mt. 27, 51-53) Se estuvo al tanto de que al menos la zona del Gólgota había sufrido un temblor general, así como toda la naturaleza, aterrada del espantoso deicidio que acababa de consumarse en el Dios hecho Hombre. Era ya cerca de la hora sexta cuando, al eclipsarse el sol, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona. El velo del santuario se rasgó por medio y Jesús, dando un fuerte grito, dijo: <<Padre, en tus manos pongo mi espíritu>> y dicho esto, expiró. Al ver el centurión lo sucedido, glorificaba a Dios diciendo: <>. Y todas las gentes que habían acudido a aquél espectáculo, al ver lo que pasaba, se volvieron golpeándose el pecho. (Lc. 23, 44-48) No obstante, la oscuridad de la noche extiende sobre la creación su oscuro manto. En el Calvario se siente la desolación. En la ciudad desventurada… ¡Jerusalén!… se perfilan las atalayas y bovedillas en una perspectiva sombría; como espectros de unas sombras que brotan de un fondo de negrura. Un silencio sepulcral oprime a la naturaleza. En ningún tiempo se vio noche más lúgubre y dolorosa, desde que el creador separó de ella el día. Ni aún lo fue tanto, me atrevería a decir, la primera de las noches que siguió al primer pecado del hombre. Y es que, las tinieblas y los demás prodigios eran señales del día de Yahveh: Revivirán tus muertos, tus cadáveres resurgirán, despertarán y darán gritos de júbilo los moradores del polvo; porque rocío luminoso es tu rocío, y la tierra echará de su seno las sombras. (Is. 26, 19) Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros para el oprobio, para el horror eterno. (Dn. 12, 2) Sucederá aquél día -oráculo del Señor Yahveh- que yo haré ponerse el sol al mediodía, y en plena luz del día cubriré la tierra de tinieblas. Trocaré en duelo vuestra fiesta, y en elegía todas vuestras canciones; en todos los lomos pondré sayal y tonsura en todas las cabezas; lo haré como duelo de hijo único y su final como día de amargura. (Am. 8, 9-10)

Se escuchan sobre el Calvario algunos lamentos… Un silencioso cortejo se adelanta hasta las tres cruces desnudas e incrustadas en el suelo del pequeño montículo del Gólgota. Se arrodillan todos ante la Cruz del centro por la que todavía no deja de escurrir sangre. La Madre de Jesús, cubriendo la cara con un velo se halla en medio de la pequeña comitiva. La acompañan José, el de Arimatea, y Nicodemo, aquél senador judío, junto con algunos seguidores de su Hijo, y mujeres llenas de dolor… Vienen de enterrar a Jesús… Juan, el discípulo amado, camina junto a María. Entre gemidos y suspiros va dispersándose a paso lento el acompañamiento que se dirige hacia la ciudad… ¡En su interior permanecen los dirigentes infames y los bestiales verdugos del más inocente entre los hijos de los hombres!

Mientras tanto, la oscuridad de la noche avanza. Un sepulcro nuevo excavado en la roca viva se encuentra a tiro de piedra de, la colina del Gólgota. María Magdalena, una de las fieles e inseparables seguidoras de Jesús; la madre de Santiago el menor y de Joset, y otras mujeres que habían subido con él a Jerusalén, están sentadas enfrente del sepulcro, contemplando la piedra que lo cierra, calladamente. Las mujeres que habían venido con él desde Galilea fueron detrás y vieron el sepulcro y cómo era colocado su cuerpo. (Lc. 23, 55) Salomé había abandonado el grupo hacía rato. María Magdalena, sobre todas, tiene sus ojos lacrimosos fijos en el enterramiento de Jesús… Allá reposa el cuerpo de su admirado Rabbuní, que quiere decir, Maestro… ¡Ah! La sensible y pura ternura de su alma le busca en la sepultura, así como María, su madre, más alejada de la tumba, le ve en el encanto glorioso de su amor y de su esperanza. El ánimo de la Magdalena se inflama en el santo amor de Jesús, pero es más frágil que el de María, y se ve confortada, sólo con estar junto al cuerpo venerado del Redentor.

Pero los hostiles a Jesús no tardan en acordarse de la promesa que éste había hecho durante su vida. “Tres días después de mi muerte resucitaré”. Este recuerdo les hace temblar. ¡Qué será de esta expresión, tan grandiosa, tan sorprendente, tan insólita! Al otro día, el siguiente a la Preparación, los sumos sacerdotes y los fariseos se reunieron ante Pilato y le dijeron: Señor, recordamos que ese impostor dijo cuando aún vivía: <> Manda, pues, que quede asegurado el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vengan sus discípulos, lo roben y digan luego al pueblo: <<Resucitó de entre los muertos,>> y la última impostura sea peor que la primera. Pilato les dijo: <<Tenéis una guardia. Id, aseguradlo como sabéis.>> Ellos fueron y aseguraron el sepulcro, sellando la piedra y poniendo la guardia. (Mt. 27, 62-66) ¿”Impostor” llamáis a Jesús? ¡Pérfidos! ¡Farsantes! Callad vuestra blasfema afirmación. Jamás “impostor” alguno habló así, ni en tan pocas palabras nadie volcó tan gran mensaje. Y es que sí, ésta maravillosa promesa, estaba reservada al Hijo de Dios.

¿No las tenéis todas consigo, infames fariseos? ¿Teméis que los acobardados discípulos que han desaparecido para esconderse, os roben el cuerpo de Jesús? ¡Ah! Vosotros sois los que teméis. ¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos! (Mt. 27, 25) La horrible culpa que habéis justificado os hace temer esta realidad, espantosa sólo para vosotros. Tenéis una guardia. Id, aseguradlo como sabéis, había respondido el Magistrado romano. Los escépticos corren al sepulcro, ponen un sello a la piedra que cubría la entrada, y algunos guardias se encargan de su custodia. ¿Quién se atreverá a violentar a esta guardia y arrancar los sellos del Sanedrín? ¡Oh juicio humano! ¡Qué deleznable eres contra el Señor! ¡Tú luchas contra Él, y cuantos más razonamientos quieres darte, más te precipitas en tu desconcierto, olvidándote de que todo es para su gloria!

¡Intentáis tranquilizar vuestra conciencia asegurándoos de que no resucitará, y que por tanto, nada tenéis que temer por su parte! ¡Sanguinarios! No contentos con haber derramado hasta la última gota de su preciosísima sangre resolvéis afrentarle después de muerto y colmar de ignominia su memoria… ¿Un impostor?… ¡Traidores! Vuestro rencor le alcanza hasta en el sepulcro. ¿Desconfiáis aún de él? Yo os observo perplejos en vuestra misma intransigencia, ocupados en vuestro pánico y vuestro recelo, buscando en la inútil defensa del sepulcro el último medio a vuestras calumnias. ¿Por qué no declaráis como lo hicieron acertadamente el Centurión y el sabio del Areópago que el que murió en la cruz es el Hijo de Dios?

Los piquetes con sus armas están desplegados en torno al sepulcro. Las órdenes son tajantes. Por tanto, ¿qué ladrones por desalmados que sean, intentarán ni siquiera aproximarse a sus inmediaciones? María, replegada en el fondo de sí misma y desde la triste pena de su soledad, aguarda con esperanza e indudablemente, la victoria de Jesús sobre la muerte. Los discípulos escondidos, dispersos y acobardados, mantienen aún un poco de confianza en Él. Recuerdan las palabras de su Maestro, y dan tiempo al tiempo. La mujer pecadora, que después de convertida tanto amó a Jesús, no vacila de su triunfo sobre la muerte, pero da tiempo al tiempo. Algunos de los que habían acudido por curiosidad a ver el sufrimiento de Jesús, y que tal vez le habían ofendido cuando estaba suspendido en la Cruz, pero estremecidos por los fenómenos que se desataron tras la muerte del Redentor, apenados, doloridos, lamentando su indolencia y su culpa, dan tiempo al tiempo. Cualquiera de aquellos de los que habían conocido a Jesús y habían quedado fascinados por su testimonio y su palabra; las sentimentales mujeres de Galilea, las madres de algunos de sus discípulos, la muchedumbre que había llegado a Jerusalén y conmovida de las torturas sufridas por el más obediente y más inofensivo de los hombres, dan tiempo al tiempo. Los escribas, los fariseos, los doctores de la Sinagoga, los crueles enemigos de Jesús, dan tiempo al tiempo y tiemblan.

El reino de los cielos está absorto… desde el principio de los tiempos se aguarda la victoria de Nuestro Dios. Una palabra suena de repente haciéndose eco en los cuatro puntos cardinales. ¡Resucitó! Horrorizados los infieles se dicen unos a otros: ¡Resucitó! Confortados los justos, los convertidos exclaman: ¡Resucitó! El resonar de los cielos dice a la tierra suspensa: ¡Resucitó! Los coros de los ángeles exultan cantando: ¡Resucitó! Y el mismo Padre Dios hace sonar en medio de la eternidad el triunfo sempiterno de su Divino Hijo: ¡Resucitó!

(Imágenes: El Calvario. Verones. // Entierro de Cristo. Vidal González.)

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