La Flagelación

La Flagelación (11)

Roberto Jiménez Silva

(Jn. 19, 1)

No satisfechos los brutales verdugos con tan salvaje tortura, envolvieron a Cristo Redentor con un ropón de color púrpura, y uniendo a la burla la barbarie y la más refinada maldad le golpeaban con una caña en la cabeza, y clavando en tierra la rodilla le decían: Salve, Rey de los Judíos. Y le daban bofetadas. (Jn. 19, 3)

Esto era una deshonrosa caricatura de los ritos que se empleaban en las poblaciones orientales para la coronación de sus reyes. Comentando la del Califa Motawakil, afirma el historiador árabe Abulfeda que, “le pusieron en los hombros el manto real, y la corona en la cabeza, y que besándole el consagrante, le decían: salud, oh Príncipe de los creyentes”. Es más… En Persia y Babilonia se celebraban cada año unos festejos que duraban cinco días; en el último se representaba con un malhechor la misma burla sangrienta que los judíos hicieron al Señor, y después le sacaban fuera de la ciudad, le azotaban y quemaban vivo.

El lugar de la flagelación de Nuestro Señor, estaba incluido también de antiguo en el interior del espacio que ocupa en la actualidad la casa de Pilato, que se encuentra a unos cuarenta y cinco metros hacia el Este; y si marchásemos en la misma dirección nos encontraríamos a mano izquierda con la calle de la Amargura. Este lugar, es sin duda uno de los sitios más egregios y venerables del mundo, pues quedó impregnado con la preciosísima sangre de Nuestro Señor Jesucristo, que a los golpes de los carniceros que desgarraron sus entrañas con sanguinarios azotes, la derramó a borbotones, para lavar con ella los pecados del mundo. Pilato por su parte, que a todo trance quería salvar al inocente Jesús: …Pero ¿qué mal ha hecho?, preguntó Pilato. (Mt. 27, 23); Pilato les contestó: ¿Queréis que os suelte al Rey de los Judíos? (Pues se daba cuenta de que los sumos sacerdotes le habían entregado por envidia) (Mc. 15, 9-10); Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la gente: ningún delito encuentro en este hombre. (Lc. 23, 4); Volvió a salir Pilato y les dijo: Mirad, os lo traigo fuera para que sepáis que no encuentro ningún delito en él. (Jn. 19, 4); rebuscaba un medio para librarle de las manos de los judíos, entre otras cosas porque, cuando estaba sentado en el tribunal le mando a decir su mujer: No te metas con ese justo, porque hoy he sufrido mucho en sueños por su causa. (Mt. 27, 19); y creyendo que el espectáculo de un castigo terrible y sin medida hallaría compasión en aquellos corazones endurecidos, al presentársele les dijo: Me habéis traído a este hombre como alborotador del pueblo, pero yo le he interrogado delante de vosotros y no he hallado en éste hombre ninguno de los delitos de que le acusáis. Ni tampoco Herodes, porque nos lo ha remitido. Nada ha hecho pues, que merezca la muerte. Así que le castigaré y le soltaré. (Lc. 23, 14-16) ¡Oh débil juez, pero no por eso menos injusto! Si reconociste una y otra y otra vez que Jesús no era culpable, ¿por qué le castigas? ¿Sólo para satisfacer el furor del pueblo? Entonces Pilato, viendo que nada adelantaba, sino que más bien se promovía tumulto, tomó agua y se lavó las manos delante de la gente diciendo: Inocente soy de la sangre de este justo. Vosotros veréis. (Mt. 27, 24)

Los soldados le llevaron a uno de los soportales del Pretorio y allí le azotaron.

Según el testimonio, entre otros muchos, de Tito Livio, Quinto Curcio, Josefo y Filón, los romanos castigaban con la flagelación a los reos cuyos delitos no eran de pena capital; aunque también acostumbraba aquél pueblo, como otros muchos de la antigüedad, a imponer tan atroz como infamante castigo antes de ajusticiar al criminal, eso sí, a no ser que el delincuente fuese ciudadano romano.

La flagelación de Cristo Redentor excedió a toda brutalidad y salvajismo, no sólo porque con esto pretendía Pilato mover a la compasión al pueblo judío, sino porque los soldados cuando la aplicaban, pretendían a fuerza de éste tormento, arrancar la confesión cuando se trataba de un crimen capital.

En el Talmud (que el judaísmo considera la tradición oral, mientras que la Torá , o sea, los libros del Pentateuco es considerada como la tradición escrita), se cuenta que: “los senadores hicieron atar a Jesua a una columna de mármol que había en la ciudad y azotarle, después de lo cual le pusieron una corona de espinas sobre la cabeza”. Asimismo los romanos infligían éste castigo de los azotes encadenando al reo a una columna.

Pone los pelos de punta aún, la descripción que hacen los rabinos de la manera de ejecutarse el castigo de la flagelación entre los judíos. “El desgraciado que deba sufrirla será atado por las manos a una columna, y mientras un sayón desnuda a la infeliz víctima, el verdugo, subido a una piedra cuadrada, para que el azote sea más certero y vigoroso, descargue sus tremendos golpes hasta hacer derramar al reo sangre en abundancia”.

Entre los romanos, la flagelación era más bárbara; pues si los judíos azotaban con varas, la milicia lo hacía con “escorpiones”, manejados por robustos soldados que desgarraban las carnes del reo en el cual no quedaba un hueso sano. Recordemos… Los que azotaron a Jesús fueron soldados romanos, que al hacerse cargo de la Víctima inocente, recibieron la terrible consigna que en semejantes casos se daba al verdugo: ¡Tomad! ¡Desnudad! ¡Pegad! ¡Ejecutad!

Desde los primeros siglos de la era cristiana se erigió por la devoción popular una iglesia en aquel lugar de la flagelación; un lugar empapado en la sangre preciosa de Jesús.

Cuentan las crónicas que, por el año de 1618 la convirtió en cuadra Mustafá-Bey, hijo del Bajá de Jerusalén, el cual encontró sus caballos muertos al día siguiente de la sacrílega profanación. Pero el hombre no escarmentó, pues con ciega obstinación llevó allí otros caballos que experimentaron la misma suerte que los primeros, lo cual resolvió hacer más precavido a Mustafá, aunque no restituyese la iglesia ni a los Franciscanos ni al culto.

Con el tiempo, la iglesia cayó en ruinas tanto exterior como interiormente y así la encontró Goujon cuando la visitó en el siglo XVII.

En 1833 cuando el P. Geramb estuvo en Jerusalén, describe que el área que ocupaba “era un lugar inmundo, en el que apenas se encontraba espacio donde poderse arrodillar”.

Hacia la misma época, estaba también en la Ciudad Santa una piadosa mujer española, de clase pobre y humilde, que hizo dos peregrinaciones a Roma y a Jerusalén, por esta razón era conocida generalmente con el nombre de la Peregrina. Aquella piadosa mujer que, como se sabe, murió con el hábito de terciaria de San Francisco en un convento de Alba de Tormes, profetizó la restauración de la Capilla, diciendo que, “cuando vuelva, he de recibir en ella la Sagrada Comunión”, y así sucedió en efecto.

Ibrahim Bajá restituyó aquél lugar a los Padres Franciscanos, quienes construyeron en 1838 a expensas del Duque de Baviera, Maximiliano, la iglesia que aún allí existe. Y la Peregrina en su segundo viaje a los Santos Lugares tuvo el consuelo de comulgar en la Iglesia de la Flagelación.

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