¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? (1 Co 15, 55)
Príncipes de Hus y de Edom, de Menphis y de Tiro, de Etiopia y Asiria, escuchad las palabras del que sentado en el Trono de su inmensidad derrama los rayos del sol sobre los buenos y los malos; de aquel a cuyos pies caen las potestades del mundo como trofeos de su poder, y en cuya presencia dobla la cerviz el tigre y tiembla el león cual débil caña.
Esta es la Palabra del Señor que fue dirigida a Oseas, hijo de Beerí, en tiempo de Ozías, Jotam, Ajaz y Ezequías, reyes de Judá, y en tiempos de Jeroboam, hijo de Joás, rey de Isarel: ¿De la garra del Seol los libraré, de la muerte los rescataré?¿Dónde están, muerte, tus pestes, dónde tu contagio, Seol? (Oseas 13,14)
El Profeta considerado como el padre del Judaísmo en su línea más pura, vaticinó antes de este modo: ¡Oh esperanza de Israel, Yahveh, Salvador suyo en tiempo de angustia! ¿Por qué has de ser cual forastero en la tierra, o cual viajero que se tumba para hacer noche? ¿Por qué has de ser como un pasmado, como un valiente incapaz de ayudar?. (Jer 14, 8 – 9)
Había dicho también el hijo de Amós: Creció como un retoño delante de él, como raíz de tierra árida. No tenía apariencia ni presencia; (le vimos) y no tenía aspecto que pudiésemos estimar.
Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta. ¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. (Is. 53, 2-4)
En tal situación, el orgullo irritado de los doctores, de los escribas y fariseos hipócritas, de toda aquella raza de víboras a quienes Jesús lanza sus siete maldiciones con la imprecación: ¡Ay de vosotros!, no pueden ya soportarlo. Los enemigos de Jesús, presuntuosos y furiosos, toman la decisión de perderlo. Ellos se ríen de mi caída, se reúnen, sí, se reúnen contra mí; extranjeros, que yo no conozco, desgarran sin descanso; si caigo, me rodean rechinando sus dientes contra mí. (Sal 35, 15-16)
En la cúspide de su insensata cólera decían: Tendamos lazos al justo que nos fastidia, se enfrenta a nuestro modo de obrar, nos echa en cara faltas contra la Ley y nos culpa de faltas contra nuestra educación. Se gloría de tener el conocimiento de Dios y se llama a sí mismo hijo del Señor. Es un reproche de nuestros criterios, su sola presencia nos es insufrible, lleva una vida distinta de todas y sus caminos son extraños. Nos tiene por bastardos, se aparta de nuestros caminos como de impurezas; proclama dichosa la suerte final de los justos y se ufana de tener a Dios por padre. Veamos si sus palabras son verdaderas, examinemos lo que pasará en su tránsito. Pues si el justo es hijo de Dios, él le asistirá y le librará de las manos de sus enemigos. Sometámosle al ultraje y al tormento para conocer su temple y probar su entereza. Condenémosle a una muerte afrentosa, pues, según él, Dios le visitará. Así discurren, pero se equivocan; los ciega su maldad; no conocen los secretos de Dios, no esperan recompensa por la santidad ni creen en el premio de las almas intachables. (Sb. 2, 12-23) ¿Podrían ellos imaginarse ni por lo más remoto, que por este medio precisamente, la muerte quedaría vencida y despojada de los triunfos de su victoria?
Muerte insaciable ¿te gozabas ya con tan ilustre despojo? ¿Querías cantar el triunfo más glorioso? ¿Dónde está tu victoria? ¿Dónde tu aguijón? ¡Ah! La muerte quedó absorta, confusa, afrentada. La engañó su audacia acometiendo furiosa al autor de la vida. Pero, no podía menos de ser así. Escrito estaba: Si se da a sí mismo en expiación, verá descendencia, alargará sus días, y lo que plazca a Yahveh se cumplirá por su mano. Por las fatigas de su alma, verá luz, se saciará (Is. 53, 10-11)
Pongo a Yahveh ante mí sin cesar; porque él está a mi diestra, no vacilo. Por eso se me alegra el corazón, mis entrañas retozan, y hasta mi carne en seguro descansa; pues no has de abandonar mi alma al Seol, ni dejarás a tu amigo ver la fosa. (Sal. 16, 8-10)
Y su morada será gloriosa. (Is 11,10)
Contado entre los que bajan a la fosa, soy como un hombre acabado: relegado entre los muertos, como los cadáveres que yacen en la tumba, aquellos de los que no te acuerdas más, que están arrancados de tu mano. (Sal 88, 5-6)
Lo dijo el Señor y se cumplió. Ya, gracias a Dios, los truenos del terror dejaron de oírse en el Sinaí, reverdeció el Gelboe, disfrutamos la gloria del Líbano, la fragancia del Carmelo, y la amenidad del Saron. Ya, gracias a Dios, el afable Moisés no ha quedado sumergido en las aguas inmóviles del Nilo, su hermano confundió al perverso Faraón, la columna de Israel se abrió paso por el mar Bermejo, guiando al pueblo elegido hacia las delicias y frondosidades de Canaam y de Efrem.
Ya, gracias a Dios, Jonás salió ileso de entre las horribles fauces del monstruo marino, David de la cueva de Engadí, Jeremías del pozo, Daniel del profundo lago.
En fin, el griterío de la cruz se ha renovado; el aullido de dolor se ha cambiado en alegría, la ignominia se ha convertido en gloria, la pena se ha transformado en recompensa, el milagro mayor de los milagros se ha cumplido, el sello de los misterios de Dios se ha arrancado, se ha justificado su infinita sabiduría, se ha manifestado su gran bondad, nos hemos llenado de admiración, nos hemos asombrado; solo se han desesperado los incrédulos y los antirreligiosos, que se han estremecido con una rabia impotente. La naturaleza ha dejado de ser caos y confusión, los cielos han recobrado su esplendor, y la tierra está llena de júbilo, porque Jesucristo ha resucitado de entre los muertos.
Alegrémonos, pues, y demos saltos de alegría. Cantad, desiertos de Salem, cantad, entonad voces de júbilo por haberla rescatado el Señor y por haber consolado a su pueblo. Hijos de Coré, cantores de David, músicos del templo de Salomón, load, bendecid, ensalzad al Dios-Jehová, Dios-Elohim, Dios-Sabaoth, que habita en las alturas. Anunciad sus misericordias en el resonar suave y melodioso de tímpanos y salterios, de cítaras y liras, de caracolas y trompas, de címbalos y nablas.
Suene tu dulce voz profetisa, y al son de tu pandero canta himnos en alabanza de Aquél que se apareció en otro tiempo por la parte del monte Farán abatiendo a los Moabitas, derrotando a los Etíopes, alterando los campos de Madiam, llenando de desolación y asombro a los príncipes de Idumea y a los habitantes de Canaam.
Sonrójate Sidón, tu robustez ha quedado aniquilada. ¡O Tiro! tú serás olvidada para siempre. Se ha agotado tu frondosa vid, el vino será para ti una bebida amarga. Se ha arrasado la ciudad de la vanidad y no hay quien entre por sus puertas. Asur y su descendencia, Aelam y todo su pueblo, Mosóch y Thubál y toda su muchedumbre; la Idumea y sus reyes, sus jefes y capitanes, los príncipes todos del Aquilón, perdieron ya su fortaleza y han sido confundidos con los que descienden a la fosa. Porque venció el león de la tribu de Judá; rompió el divino Sansón las puertas de bronce que guardaban el tenebroso reino de Plutón, y corriendo de una a otra parte con turbación y espanto sus desdichados príncipes, no encuentran en el seno del abismo cavernas donde ocultarse. Se cumplió el dicho del Rey Profeta: se levantó el Señor y fueron disipados sus enemigos.
Todos vosotros, Caballeros Penitentes de Cristo Redentor, que habéis conocido al Hijo del Altísimo en los días de su pasión y muerte, reconocedle ahora en los de su gloria. Los que le visteis insultado por sus criaturas en la tierra, vedle ya adorado de sus ángeles en el cielo. Generación ilustre de Abraham, de Isaac y de Jacob, que habéis llorado su muerte como una madre llora la de su único hijo, alegraos de su Resurrección. Todo cuanto vive y respira alabe, bendiga y ensalce el gran poder de Jesucristo sobre la muerte, la enemiga cruel de cuanto existe y no es Dios. Cielo y tierra canten las glorias de Cristo Redentor, porque el que se inmoló por nosotros en el ara Santa de la Cruz, triunfó de la muerte, no está en el sepulcro, ¡Resucitó!
Roberto Jiménez Silva