Se conoce con este nombre la semana que empieza el Domingo de Ramos y termina el sábado, antes de la fiesta de Pascua. Precede a la Semana Santa otra que, no hace tanto tiempo, se llamaba de Pasión, y no porque en ella padeciese verdaderamente Cristo Redentor, sino porque, durante esos días las autoridades judías deciden la pasión y muerte de Jesús. Por eso la Iglesia, al menos antiguamente, comenzaba a dar muestras en ella del dolor que la entristecía al contemplar a un Dios inmortal padeciendo en carne mortal. Para concienciar sobre esta pena, despojaba los altares de sus adornos, y cubría con unos velos todas las imágenes, particularmente las de Jesucristo.
En los primeros siglos del cristianismo, solo el viernes y el sábado de la Semana Santa eran días señalados por la Iglesia, para solemnizar la memoria de la muerte de su Divino Esposo. Algún tiempo después se reservó a este mismo fin el miércoles anterior, teniendo en cuenta que en él, según los Santos Padres y los escritos sagrados, se formó la última conspiración de los Sacerdotes y Fariseos contra la vida de Jesús, y el pacto con el discípulo traidor que le entregó. Últimamente la Iglesia consagra toda esta semana a celebrar tan inefables misterios.Con varios nombres ha sido conocida en la más remota antigüedad la semana de que nos ocupamos. Eusebio de Cesarea, teólogo e historiador, en su obra más importante: Historia Eclesiástica, fuente fundamental para el estudio de la historia de la Iglesia hasta el 324, llama a la Semana Santa: Semana de las Vigilias, porque los primeros fieles solían pasar prácticamente todas sus noches en vela y en actos de piedad y devoción, contemplando la Pasión del Señor, y ocupándose en varios ejercicios de penitencia en recuerdo de los tormentos y oprobios que sufrió Jesucristo; esta costumbre se siguió observando por los cristianos durante muchos siglos.
También a la semana, se le dio el nombre de: Semana Penal o de las penas, por las que sufrió en ella Jesús; y por esta razón, los griegos ortodoxos dieron a estos días el nombre de: días de dolores, días de suspiros y de cruz; y los latinos: semana laboriosa o de trabajos.
Se le dio asimismo el nombre de: Semana de las indulgencias, por haber sido estos los días en que el Señor hizo alarde de su misericordia, y porque, en esta semana, los penitentes eran admitidos a la absolución de sus faltas, y sucesivamente a la comunión de los fieles.
Por su parte, el Padre de la Iglesia griega, San Epifanio, la denomina: Semana de las Gerofagias, es decir, de los ayunos y penitencias rigurosas; en los primeros tiempos, los ayunos en ella eran tan rígidos que los fieles solo se permitían el uso del pan y del agua, y todo lo más comían frutas o alimentos secos, que es lo que indica la palabra griega gerofagia.
Se llamó asímismo Semana Mayor, y no porque conste de mayor número de días que las demás semanas del año, ni porque sus días sean más largos que los otros, sino porque en ella se hace memoria de los mas grandes misterios que protagonizó Jesucristo.
El Padre de la Iglesia de Antioquia, San Juan “Crisóstomo” o “boca de oro”, fija esta opinión en una homilía que compuso con este objeto, y que se encuentra en el tomo 5º de sus obras. Y así dice: “Llamamos Semana Mayor estos días por las grandes cosas que hizo en ellos nuestro Señor. Él hizo que cesase la larga tiranía del demonio y destruyó la muerte; ligó al fuerte armado y le quitó violentamente sus despojos; borró el pecado y abolió la maldición; abrió el paraíso y las puertas del cielo; reunió a los hombres con los ángeles, derribó el muro que los separaba; descorrió el velo del Santuario y el Dios de paz la restableció entre el cielo y la tierra… Por eso los fieles redoblan su devoción; unos aumentan el ayuno; otros prolongan sus vigilias, multiplican sus limosnas y se ocupan en buenas obras y prácticas de piedad, para manifestar su reconocimiento por la grandeza del beneficio que se dignó concedernos”.
Creo que es más que suficiente lo expuesto hasta aquí, para considerar que no son vanos títulos el haberse distinguido la Semana Santa de las demás semanas de la Cuaresma, y principalmente por la diferencia de sus ayunos y abstinencias más rigurosas. Desde el siglo III de la Iglesia, se asegura que no había cristiano, por poco ardor religioso que tuviese, que no procurase observar esta diferencia, aunque se dejase a los particulares la libertad de practicarla según les pareciese bien; y de esta libertad se originó la diversidad de prácticas en casi todos los tiempos. Unos pasaban la semana entera sin comer; otros cuatro días seguidos de ella; algunos tres, algunos dos solamente; pero nadie se atrevía a igualar sus prácticas en esta Semana Mayor con los demás ayunos de Cuaresma.
Aunque de sus obras sólo han llegado hasta nosotros breves fragmentos, el Obispo de Alejandría, Dionisio, observa que, “de ningún modo se aprueba la práctica de los que después de haber comido según costumbre los cuatro primeros días de la semana se contentan con ayunar el viernes y el sábado sin interrupción”. Este ayuno, que era particular de la Semana Santa, se llama ayuno de hyperthesa entre los griegos y de suposición entre los latinos, esto es, de supererogación. Consistía en dejar pasar la hora ordinaria de la única refacción del día, y en prolongar la abstinencia tan dilatado tiempo, cuanto lo permitían el fervor o fuerzas de los que lo practicaban; el de mayor importancia era aquel que se pasaba sin comer, cosa alguna, desde la cena del Jueves Santo hasta el desayuno del día de Pascua. Los menores ayunos de esta hyperthesa eran aquellos que se prolongaban hasta el canto del gallo, o hasta el amanecer del día siguiente, en que se incluía el espacio de un día y dos noches de abstinencia continua, pasándose además casi enteras en vela estas noches de vigilias.
De estas, la vigilia más considerable era la que comprendía del Jueves al Viernes Santo, durante la cual se celebraban los Misterios de la Cena del Señor.
San Epifanio, Obispo de Salamina (Chipre), célebre por su gran erudición e inteligencia sobre las Sagradas Escrituras, y más admirable aún por la santidad de su vida, por el celo de su fe, por su liberalidad con los más pobres, por la gracia de hacer milagros, refiere que en su tiempo había muchos lugares donde se practicaban las mencionadas dos vigilias para toda la Semana Santa; pero añade que, “en la mayor parte de las iglesias de la cristiandad se velan los seis días enteros de la semana hasta el día de Pascua”.
Por su parte, Juan Crisóstomo da a entender que, en su tiempo, todos los días de la Semana Mayor terminaban en santas vigilias, con las cuales se consagraban igualmente las noches a los santos misterios, especialmente las tres últimas, y con más particularidad la del Viernes Santo al Sábado, durante la cual, como narra el Doctor de la Iglesia y sucesor de Máximo en la sede episcopal de Jerusalén, San Cirilo, en sus valiosas Catequeses, se veneraba el Sepulcro de Jesucristo, como haciéndole centinela, a imitación de la que hicieron los soldados romanos; pero no había otra sino la del Sábado al Domingo, que se continuase de un sol a otro.
En la Summa de las leyes imperiales y de los cánones, se haya establecido el precepto que manda observar por días de fiesta los de esta Semana Mayor y los de la Pascua: lo mismo ordenó en su decretal de las fiestas el Papa Gregorio IX, en el siglo Hugolino dei Conti di Segni. (1160-1241)
El más grande de los Padres latinos de la Iglesia católica, San Agustín, deseaba introducir en su iglesia de Hipona el que se leyese en esta Semana la Pasión del Señor por los cuatro Evangelistas, como actualmente realizamos; más en aquel tiempo sólo se cantaba lo que escribió San Mateo.
Concluimos este artículo con las siguientes palabras, tomadas del sermón (4. Major Hebdom.) que predicó el hombre que encarnó el más austero ideal monástico, San Bernardo, a principios de una Semana Santa: “Atended con la posible vigilancia, y con toda la aplicación de vuestras almas, para que no pase en vano la conmemoración de estos grandes misterios. Dios va en ellos a derramar abundantes gracias y bendiciones. Penétrense nuestros corazones de sentimientos de piedad y de religión. Contengamos nuestros sentidos con una rígida disciplina; purifiquemos nuestras conciencias y santifiquemos nuestros afectos. Preparemos nuestras almas a recibir los dones excelentes que se habrán de conferir con abundancia a cuantos estén para ello bien dispuestos”.
Después de leer estas palabras, podemos entender por qué ejerció gran influjo en la espiritualidad medieval. Y por qué el Papa Pío VIII le honró con el título de Doctor de la Iglesia.
«Han llegado los días de Penitencia; expiemos nuestros pecados y salvaremos nuestras almas.»
Roberto Jiménez Silva