A lo largo de distintas investigaciones, se han emitido diferentes opiniones acerca de las espinas con las que se elaboró la Corona de Cristo Redentor.
“Según la tradición latina de Jerusalén”, escribe François-René Chateaubriand en L’itinéraire de Jerusalém a París, cuarta parte: “la corona de Jesucristo fue hecha del árbol al que los naturalistas dan el nombre de Lycium spinosum”. El género Lycium proviene del latín, nombre romano del jugo medicinal del espino de tintes Rhamnus saxatilis de la genciana, y de otras varias plantas, que se tomó del griego Lýkion nombre de un arbusto espinoso de Licia (Asia Menor), que tenía hojas semejantes a las del boj, denominado también Pyxacántha. El arbusto toma el nombre de su lugar de origen, del griego Lýkios: licio, de Licia (griego Lykía). Aunque recientes investigaciones apuntan a que en realidad, Chateaubriand, podría estarse refiriendo verdaderamente al Sarcopoterium spinosum (Pimpinela espinosa), un arbusto muy enmarañado de unos 30 ó 60 cm de altura. Lanoso, con ramas laterales sin hojas y terminadas en una doble espina de 5-10 mm de largo.
Por su parte, el gran botánico sueco Fredrik Hasselquist, que por consejo de su maestro, el también científico sueco y fundador de la botánica sistemática moderna Carl von Linneo, hizo un viaje a Tierra Santa en 1749, indica en su publicación Iter Palaestinum séller resa til heliga landet, el “sader” o “nabeka” de los árabes: Rhamnus nabeka, como el árbol de cuyas ramas se entretejió la corona de espinas, aquél horrible instrumento de la Pasión del Señor.
Otros, al contrario, creen que la corona fue hecha del espino denominado por el sabio Linneo: Rhamnus paliurus, que no es otro que el denominado por Mill, Paliurus spina-christi (Espina Santa, espina de Cristo). Se trata de un arbusto o pequeño arbolillo entre 2-3 m de altura. Es una planta excelente para formar setos y vallados espinosos, ya que de su tronco y ramas, brotan numerosas, largas y punzantes espinas. Antiguamente era muy utilizado en medicina popular. Abundando en Egipto, Siria y Palestina, sobre todo en las orillas del Jordán y en los alrededores de Jerusalém.
Hay quienes piensan que, la verdadera corona se hizo con las ramas de un azufaifo del mediterráneo oriental, que lleva el mismo epíteto, la Ziziphus spina-christi y que tiene ambas espinas más o menos rectas.
No faltan tampoco los que aseguran haberse entretejido la corona de espinas, con las ramas del árbol que los árabes llaman sakkun y por Linneo Elaeagnus angustifolia o (Árbol del Paraíso). Se trata de un árbol espinoso o inerme, de hoja caduca, que puede alcanzar hasta 7 ó 10 m de altura.
Aunque no sepamos con absoluta seguridad cuál fue el arbusto con el que se confeccionó la corona de espinas, la Sagrada Corona que ciñó la frente y cabeza de Jesucristo, es mencionada por tres de los Evangelistas: (Mateo: 27,29) “y, trenzando una corona de espinas, se la pusieron sobre su cabeza…” (Marcos: 15,17) “Le visten de púrpura, y, trenzando una corona de espinas, se la ciñen”. (Juan: 19,2) “Los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza…” y ha sido mirada siempre como una de las más preciosas reliquias.
Según una antigua tradición, la corona de espinas se veneró en Jerusalém durante varios cientos de años. De hecho en la Peregrinación del monje Bernardo, se hace referencia a esta reliquia que se encontraba en el Monte Sión hacia el año 870.
Ya en tiempo de Constantino y por orden de éste piadoso monarca, que no perdonaba ocasión de enriquecer con las joyas más estimables la nueva capital de su imperio, fue trasladada a Constantinopla, donde aún se veneraba a principios del siglo XIII. Si bien es verdad, que Justiniano, quien murió en 565, declaró por su parte, haber dado una espina a San Germán, Obispo de París, seguramente la misma que se ha preservado en San-Germain-des-Prés. Mientras que la Emperatriz Irene, por la suya, en el 798, dice haber enviado a Carlomagno varias espinas que fueron depositadas por él en Aachen. Y se conoce la historia subsiguiente de ocho de ellas, y puede ser trazado su paradero sin mayor dificultad.
Nos situamos en 1238, cuando Balduino II, entonces Emperador latino de Constantinopla, ansioso por obtener apoyo para un imperio que se tambaleaba, ofreció la corona de espinas a San Luis, Rey de Francia. En esta época, la corona estaba empeñada a los venecianos por parte de los Emperadores latinos, como garantía de un préstamo de un gran montante de dinero. San Luis, que estaba impaciente por poseer aquel tesoro, gastó sumas enormes para desempeñarla, pagar las deudas del Emperador y colmar a éste de regalos. El Santo Rey salió a recibir la reliquia a cinco leguas de Sens, acompañado del clero y de toda la corte.
Primeramente fue depositada en la iglesia de San Nicolás; dos años después se realizó su traslado solemne a la Sainte-Chapelle de París, construida por el Rey y completada en 1248 para la recepción de la reliquia, cuya dedicación, con el título de Santa Corona de Espinas, se celebró con mayor solemnidad aún.
Diferentes iglesias, no sólo de Francia, sino de otros reinos, fueron enriquecidas con parte de la preciosa reliquia, que se guardó durante largos siglos en este templo. Allí permaneció hasta la Revolución. Luego por un tiempo estuvo en la Biblioteca Nacional. Por el Concordato de 1801 fue devuelta al Arzobispo de París, que en el mes Brumario del año XIII (Noviembre de 1805), la restauró a la Iglesia y se depositó en el tesoro de la Catedral de Nôtre-Dame, donde al presente se conserva y se presenta a los fieles para su veneración cada viernes de Cuaresma y el Viernes Santo.
Cristo no buscó su propia satisfacción; al contrario, como dice la Escritura:
“Las afrentas con que te afrentaron cayeron sobre mí”.
Roberto Jiménez Silva